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Lo que uno guarda en la memoria puede ser lo más curioso. Al parecer, cada noche nos deshacemos de las cosas irrelevantes de nuestro día y nos quedamos con lo que en realidad importa. Quién sabe cómo llegó a ser semejante mecanismo tan sabio de almacenaje y autoprotección, pero es maravilloso. Los recuerdos son los que forman parte de nuestra identidad porque nos recuerdan quienes somos, de donde venimos y cuáles son las experiencias que hemos sobrevivido…
Hay cosas bien raras que a veces recordamos como la cara macabra de un chofer que iba en el taxi detrás de mí (tenía la cara tan fea que se quedó quemada en mi memoria como una película de terror barata. Eso fue en la secundaria, hace como veinte años y aún no se sale de ahí), mientras que otras parece que se escapan de nuestra mente como una fuga incontenible, ya lo que decide nuestro cerebro guardar y desechar quizá sea algo que nunca llegaremos a comprender del todo.
Hay cosas que existen en mis archivos que moldean de una forma muy curiosa mi vida. Hay cosas tanto buenas como malas, pero lo que inspiró este escrito son las cosas agradables que hay en mi pasado. A veces nos enfocamos tanto en las cosas negativas que asechan en nuestro pasado que nos cuesta trabajo ver las cosas buenas en el presente e incluso hace que el futuro parezca oscuro o imposible.
Como en el caso del cine. Soy cinéfilo de hueso colorado. De hecho, mi mayor sacrificio aparte de no poder ver a mis amigos en este tiempo de encierro por cuarentena (que ya superó la ochentena, pero bueno), ha sido no poder ir al cine constantemente. Ese era mi pasatiempo favorito y más porque podía compartirlo con mamá Vacci y con mi pareja. Es casi casi un requisito para formar parte de mi vida. Y la primera vez que existe en mi mente haber ido al cine es a ver “Batman” en el Cinema Plus en Tijuana, (ahora el Pare de Sufrir) con mi amigo King Kong y mi mamá. Era cuando había intermedios y nos poníamos a jugar frente a la pantalla, así como permanencia voluntaria y podías ver la función más de una vez. También fue donde fui solo por primera vez en 1993 a ver Parque Jurásico sin pedir permiso. Me daba tanto miedo la oscuridad que subía los pies al asiento. Creo que nunca olvidaré el logotipo del superhéroe girando en la pantalla gigante. La nostalgia me emociona cada que veo la película de nuevo.
Otra cosa que siempre hace que las cuerdas de mi corazón suenen de alegría es cuando llega a mi mente la imagen de Big Boy, un restaurante al que me llevaba mi mamá donde pedía una hamburguesa con una carne rara llamada “tocino” que no comíamos seguido. Hasta ahora de adulto logro comprender el gran sacrificio que eran esas salidas para mi mamá y creo que le alegrará saber que aún me hace sonreír revivir esos momentos tan lindos.
Un detalle interesante de mí es que en mi infancia me gustaba coleccionar hojas. Me encantaban los cuadernos y las carpetas y me gustaba siempre tener papel y pluma en mano pero no sabía con qué propósito, sólo que los necesitaba. Ni idea tenía de que iba a ser escritor en un futuro lejano, solo sabía que era algo que mi alma pedía. Curioso, pero cierto.
Algo que me hicieron rememorar mis hermanas es el olor de la pizzería Mama Mía de la Cacho, la original en Tijuana. Ahora que es una franquicia gigantesca es muy triste saber que su calidad y su sabor han declinado muchísimo. Eran lo mejor, ahora ni de chiste compraría sus pizzas. Mi mamá llevaba una cada vez que podía y era cuando en la casa nos sentíamos millonarios. Eran los momentos de lujo que compartíamos en familia y eran absolutamente maravillosos. Nada mejor que la comida para unir a una familia.
Recuerdo mucho el olor de la casa de mi mejor amigo, Héctor. Era muy particular, tanto que aún no lo podría describir, pero si en algún momento lo vuelvo a percibir, lo reconoceré al instante. Esa memoria no la dejo ir porque era mi primer amigo íntimo, tanto que aún conservo un papel con su firma treinta años después, casi los que tengo sin saber de él.
Guardo cerca de mi corazón todas esas experiencias y personas que han impactado a mi vida. Cada plática que hizo que yo quisiera avanzar o que me ayudaron a encontrar el camino que necesitaba tomar para llegar aquí. Recuerdo la voz de Sara y la de Julio en la universidad que siempre me mostraron tanta aceptación en esos momentos cuando me sentía más perdido y la de Coco, llorona que a su manera tan particular hacen que mi alma se transporte a un lugar muy hermoso. Guardo cada palabra, cada mirada, cada sentimiento en un lugar muy especial que no tiene una forma particular. Es tan raro como yo y sin embargo es tan poderoso porque es donde guardo el fuego de mi alma, ese que me ayuda a mantener la luz que ilumina el camino de quienes piden mi ayuda y me revive las fuerzas cuando el cansancio empieza a dominarme.
Sobre todo, recuerdo a ese niño raro que era, me ayudan a no perder de vista al adulto raro que soy. ;e dan vida porque son constantes mensajes de autoaceptación que hacen que todo el camino haya valido la pena. Regreso a ver los sueños que en ese entonces tenía y me hace feliz ver que en su mayoría los he cumplido. No lo entendía entonces, pero ahora todo tiene sentido. No es que haya sido alguien raro, es que era un unicornio pequeño. Diferente, creativo y que no encajaba. Ahora soy un adulto diferente, creativo, que encaja donde sea. Soy simplemente Mostro…
Eso nunca lo olvidaré.
Y a ustedes hermanos, hermanas, ¿cuál es el recuerdo que les hace sonreír? Compartan… si se atreven…
Saludos afectuosos.
Mostro.